Dentro de las producciones fílmicas nacionales de la última década, es común encontrar relatos que denuncien problemáticas sociales haciendo referencia a casos que han remecido la contingencia. Muchos cineastas han optado por retratar las diferencias e injusticias que históricamente sacuden a nuestro país, a través de construcciones narrativas que dialogan directamente con nuestro contexto. Pablo Larraín, probablemente el más consagrado cineasta nacional surgido en el siglo XXI, sostiene esta premisa de manera permanente en su filmografía.
Si bien sus primeros trabajos de renombre -Tony Manero (2008), Post Mortem (2010) y No (2012)- lo hacen desde una perspectiva histórica en relación a la época de la dictadura de Pinochet, algunos de sus más recientes trabajos permiten una lectura de ciertas coyunturas en diálogo con la contemporaneidad. Este es el caso de El Club, película estrenada el año 2015 en plena internacionalización de su carrera (y su productora Fábula), luego del éxito crítico a nivel mundial de No.
La obra pretende abordar de manera descarnada la impunidad de los integrantes de la Iglesia Católica ante el quebrantamiento de la ley, desde el retrato colectivo de cuatro sacerdotes (interpretados por Alfredo Castro, Jaime Vadell, Alejandro Goic y Alejandro Sieveking) que deben cumplir penitencia en una casa de retiro ubicada en La Boca, pequeño balneario de la Región de O`Higgins. Cada uno de estos personajes representa distintos delitos que deben permanecer en el anonimato, los que van desde el encubrimiento a violadores de derechos humanos, hasta la pedofilia. Este último, sin duda el más relevante narrativamente en el filme por las repercusiones que representa en distintos personajes, en evidente relación con la situación actual del catolicismo en Chile y el mundo.
La decisión formal de Larraín al abordar esta historia, es recurrir a elementos que se desligan en parte a su estilo plasmado en la trilogía de la dictadura; ahí el núcleo del drama recaía en los recorridos y tribulaciones de sus personajes protagónicos, como una constante alegoría (fuera de cualquier intención política discursiva) al contexto histórico en el que estaban involucrados. Con El Club, en cambio, la intensión es tomar como propia aquella ambigüedad legal en la que los cuatro protagonistas están inmersos (y que la iglesia promueve), generando una atmósfera de secretismo y ostracismo que los personajes deben enfrentar.
Bajo esta perspectiva, el cineasta apuesta a generar un relato que se construye desde el desconocimiento de lo que llevó exactamente a aquellos sacerdotes y su cuidadora Madre Mónica (Antonia Zegers) habitar aquel espacio de “recogimiento y oración”. Desde allí, son sus actitudes, diálogos y acciones los que permitirán al espectador comprender de mejor manera esta incógnita, algo que Larraín de manera inteligente decide nunca develar claramente y que permite percibir las magistrales interpretaciones del cuarteto principal.
Ya optando por este camino, la construcción histórica -que el realizador ha utilizado hasta aquel momento de manera explícita en su filmografía- es igualmente fundamental en esta producción, pero aquí desde la subjetividad de los protagonistas. Conscientes de su pasado pero nunca admitiéndolo, son los miedos a perder esta armonía y calma parte fundamental de su construcción y personalidad, la cual llega a veces al borde del delirio. Privilegio que sin duda puede verse afectado de un momento a otro, siendo en este caso la aparición de Sandonkán (Roberto Farías) el factor detonante de esta situación. Este personaje representa de manera tangible las consecuencias de los abusos de la iglesia: trauma, pobreza y enfermedad sin hogar.
Al momento de filmar la película, Larraín enfrenta esta historia con un uso del dispositivo cinematográfico que apunta hacia la austeridad, en donde la puesta en escena es calma y contemplativa y la psicología de los personajes es el lugar donde se encuentra la mayor complejidad e inestabilidad. Esto deriva en crear un ambiente donde la cotidianeidad es representada con una naturaleza deslavada y fría, dejando al paisaje urbano y social como un elemento distante y corroído, pero a la vez asfixiante y opresor. Sergio Armostrong, director de fotografía de la cinta, captura con una precisión técnica impecable los espacios que conforman a los protagonistas, recurriendo incluso a la deformación óptica a través de lentes anamórficos especiales para retratar los perturbadas personalidades de los sacerdotes con absorbentes primeros planos.
Pablo Larraín no rehúye en conformar de manera tradicional la estructura narrativa del film, en donde los detonantes se van presentando claramente a medida que avanza la historia que contrapone, a través de hechos concretos, la idea de redención y negación. De cierta manera, el actuar de los personajes ante los obstáculos que se les presentan, desenvuelve una atmósfera que armónicamente va in crescendo hasta el momento climático, en donde el realizador ejecuta una muy lograda secuencia en montaje paralelo en el que confluyen de manera coral los protagonistas y personajes secundarios.
Sin duda, El Club confirma la mirada de Pablo Larraín hacia retratar los aspectos más oscuros del ser humano sin establecer un juicio de valor ideologizado sobre aquello. Más bien, abre el camino a través de las sensaciones y atmósferas para que el espectador sea quien decida la suerte de los personajes, viendo en el cine una herramienta formal para desnudar las distorsiones arraigadas en los aparatos de poder. La iglesia, en este caso, devela algunas de sus profundas y oscuras falencias mediante el cotidiano derruido de quienes aprovechan la impunidad desde la negación e invisibilización de los que sufren su violencia.
Puedes ver EL CLUB de manera online y gratuita en el siguiente link:
https://ondamedia.cl/#/player/15838-el-club
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