Con ya 125 años desde su creación, el cine nunca se ha desprendido de uno de los prismas con el cual surgió: evidencia la dimensión cultural del cotidiano, donde cada espectador puede reconocer costumbres que podrían pasar desapercibidas, pero que en la pantalla cobran valor y sentido; generan identificación y pertenencia, más allá de la historia que cuenta. Hoy, con la multiplicidad de herramientas creativas existentes, son diversas las propuestas cinematográficas que forman parte de la identidad cultural de un territorio y en ellas, se perciben los distintos estímulos que movilizan a sus autores a mostrar realidades a través de este lenguaje. Esta búsqueda por la fórmula adecuada para representar una historia, termina por establecer un estilo o autoría en el que las/os cineastas deciden los parámetros estéticos que delimitarán sus relatos. Muchas veces (buscándolo o no), ciertas miradas se dirigen a un objetivo similar, lo cual permite homogeneizar algunos aspectos creativos entre las/os realizadores de un determinado contexto.
La última década del cine chileno ha mostrado distintas aproximaciones que se dirigen a un punto en común, que es graficar acontecimientos que desnudan falencias y conflictos históricos, sociales e institucionales de nuestro país. Entre muchas opciones, a la hora de filmar, algunos/as apuestan por la estetización de la frma, como en “El Club” (2015) o “Ema” (2019), ambas de Pablo Larraín). Otros apelan a la espectacularidad de la temática, como en “Niñas Araña” (2016”, de Guillermo Hello; mientras otras vertientes evitan el artificio sobre los entornos que representan, por ejemplo, “Dios” (2019), de Christopher Murray, Josefina Buschamm e Israel Pimentel; o “74 mts2” (2013”, dirigida por Paola Castillo y Tizziana Panizza”, y “Volantín Cortao” (2013”, de Aníbal Jofré.
En este contexto surge “Mala junta” (2015”, dirigida por Claudia Huaquimilla), una de las obras más interesantes del panorama cinematográfico chileno actual, y en la que se puede percibir rápidamente un objetivo claro por parte de su directora: representar de manera verosímil y realista, profundas problemáticas chilenas, mediante un naturalismo desbordado y con la emoción como pilar fundamental.
El filme, ópera prima de Claudia Huaiquimilla, presenta la realidad de dos jóvenes de 16 años enfrentan la exclusión y desamparo a distintos niveles. Tano (Andrew Bargsted), santiaguino, quien ante sus carencias socioeconómicas emocionales, recurre a la actividad delictual. En tanto, Cheo (Eliseo Fernández) vive en en una comunidad mapuche en las cercanías de San José de la Mariquina (Región de Los Ríos), donde es discriminado en la escuela por su origen y pensamiento político. Ambos universos confluyen cuando Tano es enviado a vivir a esta localidad del sur de Chile con Javier (Francisco Pérez Banen), su padre, bajo la amenaza de ingresar al Sename si no mejora su comportamiento.
Huaiquimilla aborda la amistad entre los personajes protagónicos como el eje narrativo central del relato, donde los efectos provocados por las carencias en las vidas de ambos, se advierten constantemente a través del transcurrir de la historia. La indiferencia y el silencio parecieran ser el método con el que ambos intentan invisibilizar su precariedad (algo que se sugiere estar bastante presente en la juventud actual), pero que a través de su encuentro, lograrán expresar desde la impotencia.
El conflicto chileno-mapuche se torna fundamental en esta narración, visto desde el cotidiano de Cheo y la represión que sufre su comunidad -directa o indirecta- por parte de la opinión pública, la empresa privada y el Estado. Este desamparo y sometimiento constante que Tano viene a conocer con su llegada al sur, lo comprende finalmente como su propia historia; aquí la directora plantea una brillante pero desgarradora analogía: la discriminación y violencia política que reciben los mapuche ante sus demandas y falencias, son las mismas que él ha normalizado a lo largo de su vida a través de la ausencia paterna y marginación.
Interesante es saber que Huaquimilla expresa “no haber realizado una película sobre el conflicto mapuche, sino de algunas aristas que afectan a los personajes”, confirmando la premisa de entregar una visión alejada del imaginario efectista y delictual que brindan generalmente los medios de comunicación masivos sobre esta realidad. Más bien, utiliza las herramientas cinematográficas para plantear dimensiones profundas del problema y trasladarlo a una esfera emocional, a través del recorrido de dos jóvenes que deben adaptarse a un modelo que no pertenecen. La decisión se concreta desde la sobriedad fílmica, evitando la directora en todo momento sobre-dramatizar los acontecimientos. Muchas veces recuerda elementos del lenguaje documental, con una dirección de arte certera que sabe identificar muy bien los elementos que conforman el universo rural del sur y se complementa con la utilización de actores no profesionales de la zona, con reales e iluminación natural de manera predominante.
Constantes son las apariciones de la empresa celulosa en el plano, donde la presunta intimidad y tranquilidad que ofrece la naturaleza que habitan los protagonistas, se encuentra en una permanente pugna que silenciosamente destruye el entorno. En este paisaje, la cámara no rehúye de los conflictos externos e internos de Tano y Cheo. Los sigue y encuadra como la materia prima principal de la historia, en el colegio, con sus padres, en las fiestas.
“Mala junta” muestra con una naturalidad a veces incómoda las falencias de un sistema roto. El proceso hacia la adultez de Tano y Cheo está permeado por problemáticas totalmente alejadas del primer mundo y más presentes de lo que se quisiera. Claudia Huaiquimilla desmitifica con su película –y desde su propia biografía- la concepción paternalista de las “malas juntas”, mostrando que ambos jóvenes aprenden el uno del otro, desde el desarraigo como un lugar compartido.
Puedes ver Mala Junta de manera online y gratuita en el siguiente link:
https://ondamedia.cl/#/player/mala-junta
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